Asumir al enemigo desde la dignidad y los derechos humanos

Publicado el 23 de mayo de 2019 a las 16:20 2 Comentario

Romel Jurado Vargas

“Me tuvieron con una venda en los ojos, de rodillas, en un cuarto que hedía a orinas y a mierda. Había gente que paseaba a mi alrededor unas veces con sigilo y otras rápidamente. El estruendo de una puerta de hierro azotándose con fuerza me llenó de miedo hasta el llanto. Tenía 16 años, me detuvieron en una manifestación cerca del colegio Mejía, donde estudié el bachillerato. Solo me pegaron unos fuetazos, un par de puñetes y me dijeron: “los izquierdistas son el enemigo, y no hay mejor enemigo que el enemigo muerto. No te quiero ver en otra manifestación pendejo”. Y después me soltaron. Eso pasó en octubre de 1986” (testimonio protegido).

La pedagogía del trompón y el fuete enseña que “el enemigo” solo puede ser alguien al que se quiere y se debe aniquilar. El miedo de ser declarado alguna vez “el enemigo”, hace que pensemos en volvernos invisibles o, por lo menos, imperceptibles para todos los demás.

Yo también he sentido ese miedo. A los 24 años este temor inconfesado se hizo realidad, y fui declarado por primera vez “el enemigo”.

Lo hizo, en su oficina, el comandante de una base de la Armada, después de una capacitación en derechos humanos que hicimos para un grupo de marinos, con unas palabras muy similares a las del lugar con olor a orines y mierda: “ustedes, los defensores de derechos humanos, son izquierdistas sin huevos para ser guerrilleros, pero son izquierdistas, y los izquierdistas aunque sean maricones son el enemigo y no hay mejor enemigo que el enemigo muerto. Pueden irse”.

El país está sembrado de enemigos que tienen enemigos. Es decir, está sembrado de gente que cree que la única solución posible, deseable y aceptable es la total aniquilación, real o simbólica, del otro por cualquier medio.

Por eso hay quienes festejan y difunden en medios de comunicación y en las redes sociales el encarcelamiento del enemigo, su fallecimiento, su sufrimiento, su humillación pública, su empobrecimiento, su dolor y las agresiones físicas, judiciales o verbales de las que es destinatario.

Los bandos de enemigos cambian con el tiempo y las circunstancias. Ayer fueron los izquierdistas contra los derechistas; los pobres contra los ricos; los trabajadores y campesinos contra los patronos explotadores; los costeños contra los serranos; los ecuatorianos contra los peruanos; los indígenas y afroecuatorianos contra los mestizos y los blancos.

Los enemigos de moda, los que han convertido en escenario de enfrentamiento las comidas familiares, las reuniones de amigos, los partidos de fútbol, los medios de comunicación y las redes sociales, son los correístas y los anticorreístas.

Es tan fuerte la voluntad de aniquilación recíproca que expresan, muchos de ellos, que no logran imaginar otra vía para procesar sus diferencias que el enfrentamiento total hasta las últimas consecuencias. De hecho, en ambos bandos hay líderes y seguidores que creen y profesan que la supervivencia de sí mismos depende de la muerte de los otros: muerte política, muerte mediática o muerte física.

Estos líderes y seguidores de ambos bandos que viven la “dinámica del enemigo”, son incapaces de pensar en la posibilidad de volver a ver con humanidad a quienes odian tanto, incapaces de abandonar el uso de la palabra solo como un arma de ataque, incapaces de ponerse en los zapatos del otro por un instante, incapaces de empatizar en lo más básico de la humanidad que es condolerse del dolor ajeno.

Los que están enfermos de ira y odio hacen todo lo posible por contagiar a cualquiera, de modo que la voluntad de causar daño escala y, al mismo tiempo, penetra toda forma de vida social e institucional. La pandemia del odio nos habita y me temo que, más temprano que tarde, nos conducirá a la violencia.

En este contexto cabe preguntarse: ¿Hay una salida a la polarización de ambos bandos? ¿Los demás podemos jugar algún papel antes o a pesar de que alguno de los bandos nos etiquete como “el enemigo”?

Solo puedo imaginar una respuesta coherente, la que me viene de la experiencia, la militancia y la reflexión en la defensa de los derechos humanos y es: rescatar la dignidad humana de todos los que están en conflicto para devolverles la posibilidad de no tener que matar a su enemigo, o dicho en positivo, para devolverles la posibilidad de convivir con las personas a las que -hasta ahora- se considera “el enemigo”.

Creo, sinceramente, que cuando dos personas se miran a los ojos, pensando en todo lo que las diferencia y todo lo que les hace similares, es muy probable que se den cuenta que son semejantes en casi la totalidad de aspectos físicos, emocionales y psicológicos que les constituyen, y que sus diferencias sociales e ideológicas no son sino una mínima porción de todas sus circunstancias y opciones.

En mi experiencia, la lucha por los derechos humanos es, en última instancia, la lucha por lograr que cada persona tenga conciencia de su propia dignidad y de la dignidad de las demás personas. En los términos que ha planteado Donna Hicks: “la dignidad es un estado interno de paz que viene con el reconocimiento y la aceptación del valor y de la vulnerabilidad de todo ser viviente”.

En efecto, creo sinceramente que sí podemos entender e interiorizar que todo ser humano es valioso y vulnerable, nos negaremos rotundamente a declararlo “el enemigo”, nos negaremos a la crueldad deliberada y encontraremos formas pacíficas de convivir con él o ella.

Nos queda entonces la pedagogía de la dignidad como expresión del auto respeto y del respeto a los demás. Una pedagogía que hizo queridas y respetadas a muchas personas que conozco y que hoy ocupan importantes cargos en Cortes, Asambleas, Fiscalías, Ministerios, Defensorías, Consejos y Embajadas. Una pedagogía que debe volver a las instituciones del Estado, a las escuelas, a las calles, a las cárceles y a los cuarteles. En fin, una pedagogía sobre lo humano y la humana convivencia que nos permita solucionar nuestros problemas y conflictos más cotidianos de una forma que no tengamos que sacrificar a nadie para lograrlo.

Esta pedagogía reclama, de todos los que creemos en ella, volver a los barrios, a las casas comunales, a los cuarteles, a las escuelas, al campo, a las iglesias, a las universidades, a los sindicatos, a los medios, a las redes sociales y a cualquier sitio en que podamos hablar, para poner en cuestión la dinámica “del enemigo” y abogar en favor de la convivencia basada en el reconocimiento de la dignidad propia y de los demás.

Nuestros enemigos constantes y eternos no tienen rostro ni nombre de persona, nuestros enemigos son: la maledicencia, el odio y la insolidaridad. La forma que les propongo para asumir esos enemigos está forjada a la luz de la idea de dignidad humana y en la defensa cotidiana de los derechos humanos.

2 Comentario en "Asumir al enemigo desde la dignidad y los derechos humanos"

  1. Patricio Mora Castro · el 29 de marzo de 2021 a 16:49 · Responder

    Concuerdo con el significado del mensaje, en lugar de construir enemigos podemos esforzarnos en expresar nuestras opiniones, dentro del paradigma del reconocimiento que hay otros puntos de vista tan válidos como el nuestro, pese a que se en marquen dentro de valores distintos a los nuestros.

    El punto común es que tanto nuestros valores como los de las personas que piensan distinto a nosotros son expresiones humanas, por ende, son susceptibles a ser modificadas pensando en el bien común.

    Centrarse en políticas planetarias, impersonales, enmarcados en los Derechos Humanos, en derechos colectivos, derechos de la naturaleza…, ayuda a evitar la personalización de las políticas públicas y facilita la conversacion dialéctica para descubrir nuevas verdades.

  2. Mentor Sánchez Del Valle · el 31 de marzo de 2021 a 07:48 · Responder

    Absolutamente de acuerdo mi QH, si pensáramos «desde el otro» podríamos cambiar nuestra visión del «enemigo» y verlo como el «semejante» con igualdad de derechos y deberes y, quizá, logremos construir una sociedad más humana

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