Reina el caos

Publicado el 7 de agosto de 2017 a las 03:57 Ningún comentario

Romel Jurado Vargas

Según el filósofo Jürgen Habermas, el lenguaje tiene una vocación intrínseca que consiste en entenderse, acordar y establecer cooperación entre los miembros de comunidad para procesar los problemas y necesidades compartidas.

Sin embargo, si se sustituye esta vocación con la finalidad de afirmar exclusivamente los propios puntos de vista, defender los propios intereses o atacar personalmente a los otros usuarios de la palabra, entonces el orden propio de la racionalidad discursiva se convierte en caos, y las palabras son peligrosos parásitos que quieren instalarse en la mente y la voluntad de las personas que las escuchan.

Desde esa perspectiva, en nuestro país reina el caos de la palabra en el Estado y en la sociedad y, la gran mayoría de la comunidad política parece estar dividida en tres facciones.

La primera está conformada por quienes han decidido creer y validar, como si se tratase de un acto de fe, todos los argumentos y afirmaciones del expresidente Rafael Correa y de sus aliados más cercanos.

La segunda facción, en cambio cree que todo o casi todo lo que dice el expresidente es necesariamente falso y que, por tanto, todo el acumulado retórico, normativo, comunicacional, político, social e institucional debe ser arrasado de la faz de la tierra con una espada flamígera, que al mismo tiempo que corte todas las manifestaciones reales y simbólicas del correísmo, queme las tierras en que fueron sembradas, para que nada vuelva a brotar de ellas.

Una tercera facción, plantea que es posible recuperar la vocación intrínseca del lenguaje, es decir, dialogar racionalmente con la pretensión de llegar a acuerdos que nos permitan vivir más civilizadamente, más democráticamente, afirmando el Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos. Es decir, tomar todo lo avanzado y, sobre ello, mejorar todo lo posible.

El primer problema frente a esta propuesta de diálogo, es que la facción de los correístas parece entender que dialogar con “los otros” implica necesariamente claudicar en los principios y perder, o al menos poner en grave riesgo de perder, los avances sociales, jurídicos y políticos, como si estos se hubiesen esculpido en piedra por una mano incorruptible, convirtiéndose en una obra que no puede ni debe ser tocada por nadie, pues es perfecta e inmejorable, lo cual es irrazonable y antidialéctico.

Además, esta creencia, también es errónea porque parte de la inaceptable convicción de que “los otros” son, sin la menor duda, personas que siempre quieren el mal para todos excepto para sí mismos, son pues seres abyectos y rapaces, sin ningún compromiso social y sin ningún interés legítimo que integrar a la vida del país.

El segundo problema es que la gran mayoría de la facción de los anticorreístas, no puede dejar de pensar en él, en su obra, en lo que hizo, en lo que no hizo, en cómo afectó o creen que afectó sus intereses personales o grupales, y entonces, entienden que la propuesta de dialogar es una invitación a crear discursos y acuerdos para ratificar públicamente que su odio, desconfianza y desprecio, por todo lo actuado por Correa y su equipo de Gobierno, estaba justificado antes, y más aún, ahora.

Ya el lector agudo se ha dado cuenta de que el problema no es el diálogo nacional, que se propone como vía de tránsito político entre lo pasado, el presente y el futuro inmediato. El problema es que el diálogo es percibido por las grandes facciones de la comunidad política como un arma de ataque o defensa de sus propios intereses, convicciones y preferencias. Lo cual ha sucedido, desde mi perspectiva, por dos razones:

En primer lugar, los correístas han logrado instalar en la mente de sus seguidores la idea de que dialogar con cualquiera que no sean ellos mismos es traición pura y dura. No importa el contenido de las palabras, ni los acuerdos en los que se trabaje, siempre es traición. Lastimosamente, los mejores cómplices para generar esa percepción han sido los más radicales anticorreístas, porque ellos no resisten la tentación de blandir, como una victoria propia contra Correa y su equipo, cualquier acercamiento que tengan al presidente Moreno.

La otra razón es que, a nivel comunicacional y político, el Gobierno no ha logrado hacer que los grandes colectivos sociales conozcan e interioricen una idea  clave: para que los derechos humanos sean posibles cotidianamente, para que mejore la democracia, para que se afirme el Estado de derecho, es necesario hablar racionalmente y hacer acuerdos, también racionales, que permitan el mejoramiento continuo de nuestra convivencia social y que lo absurdo, lo irracional o lo malvado van a ser deliberadamente evitados en este diálogo.

Concurrentemente, habría que posicionar la idea de que no hablar, sino pelear, es el equivalente al caos, y en una situación caótica siempre son los más vulnerables los que más sufrirán las consecuencias negativas de los enfrentamientos.

Sin embargo, no hay nada más trabajoso para un Gobierno, en temas de política y de comunicación política, que propiciar reflexiones racionales en donde existe una gran tradición de sembrar ideas y cosechar convicciones, activando para ello solo los resortes emocionales de los pueblos. Así que eche usted una mano, poniendo razón en sus palabras y valorando la palabra de los demás por la racionalidad que lleva.

 

Madrid, 7 de agosto de 2017.

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